Una ola de revisionismo engañoso se ha convertido en una epidemia tanto en las autocracias como en las democracias. Ha sido notablemente efectiva… y contagiosa.


En Rusia, una organización dedicada a recordar los abusos de la era soviética se enfrenta a la liquidación ordenada por el Estado mientras el Kremlin impone en su lugar una historia nacional aséptica.

En Hungría, el gobierno expulsó o asumió el control de las instituciones educativas y culturales y las utiliza para fabricar un patrimonio nacional xenófobo alineado con su política etnonacionalista.

En China, el Partido Comunista en el poder usa abiertamente los libros de texto, las películas, los programas de televisión y las redes sociales para escribir una nueva versión de la historia china que se adapte mejor a las necesidades del partido.


Y en Estados Unidos, Donald Trump y sus aliados siguenpromoviendo una falsa versión de las elecciones de 2020, en la que aseguran que los demócratas manipularon los votos y afirman que el ataque del 6 de enero para interrumpir la certificación del presidente Joe Biden fue en su mayoría un acto pacífico o escenificado por los opositores de Trump.

La historia se reescribe todo el tiempo, ya sea por los académicos que actualizan sus supuestos, los activistas que reformulan el registro o los políticos que manipulan la memoria colectiva para sus propios fines.

Pero una oleada de revisiones históricas falsas o engañosas de manera flagrante, tanto por parte de gobiernos democráticos como autoritarios, puede estar amenazando el ya debilitado sentido de un relato compartido y aceptado sobre el mundo.

Los académicos creen que esta tendencia refleja algunas de las fuerzas que definen el siglo. Sociedades polarizadas y receptivas a las falsedades que afirman la identidad. El colapso de la fe en las instituciones centrales o en los árbitros de la verdad. El auge del nacionalismo. Tiranos cada vez más astutos. Líderes elegidos que giran cada vez más hacia el antiliberalismo.

Como resultado, “deberíamos ser más propensos a ver el tipo de revisionismo histórico” impulsado por estos líderes, señaló Erica Frantz, politóloga de la Universidad Estatal de Michigan.


En algunos lugares, los objetivos son ambiciosos: rediseñar una sociedad, empezando por su comprensión más básica de su patrimonio colectivo. Para subrayar la importancia de este proceso, el líder de China, Xi Jinping, repite la frase de un erudito confuciano del siglo XIX: “Para destruir un país, primero hay que erradicar su historia”.

Pero, a menudo y al parecer, el objetivo es más a corto plazo: provocar la rabia o el orgullo de manera que los ciudadanos se unan a la agenda del líder.

Las mentiras electorales de Trump parecen ser un ejemplo de éxito. Han escindido el sentido compartido de la realidad de los estadounidenses de manera que podrían fortalecer a los aliados de Trump y justificar los esfuerzos para controlar la maquinaria de futuras elecciones. Si las tendencias globales que permiten tales tácticas continúan, puede que vengan más casos parecidos.

Un mundo cambiante

La manera en que los gobiernos tienden a gobernar es uno de los cambios más importantes de esta tendencia.

Un reciente artículo académico afirma que el autoritarismo “está sufriendo una transformación”, con lo que resume la opinión cada vez más extendida entre los académicos.

Desde la Primavera Árabe y los levantamientos de la “revolución de colores” de hace una década, los dictadores han dejado de hacer hincapié en la represión por la fuerza bruta (aunque esto también sigue ocurriendo) y han adoptado técnicas más sutiles, como la manipulación de la información o la generación de divisiones, con el objetivo de prevenir la disidencia en lugar de suprimirla.

Entre otros cambios, se sustituye la estruendosa prensa estatal por una serie de llamativos medios de comunicación alineados con el Estado y bots en las redes sociales, lo que crea la falsa sensación de que la narrativa oficial no se impone desde lo alto, sino que surge de forma orgánica.

La propaganda más sofisticada, cuyo objetivo es la persuasión en lugar de la coerción, se manifiesta a menudo como un tipo particular de reescritura histórica. En lugar de limitarse a eliminar a los funcionarios desfavorecidos o los errores del gobierno, cultiva el orgullo nacional y el agravio colectivo con el fin de congregar a los ciudadanos.

Por ejemplo, el Kremlin ha manipulado los recuerdos de la Unión Soviética y de su caída para convertirlos en una memoria de grandeza y asedio de la herencia rusa, justificando la necesidad de un líder más fuerte como Vladimir Putin y alentando a los rusos a apoyarlo con gratitud.


Esto también se manifiesta en pequeñas formas. Putin ha insistido, falsamente, en que la OTAN prometió nunca extenderse al este de Alemania, justificando así la reciente agresión a Ucrania como una necesidad defensiva.

Las democracias cambian también de modos dramáticos y los líderes se vuelven cada vez menos liberales y emplean más mano dura.

Las crecientes divisiones sociales, junto con la creciente desconfianza popular hacia los expertos y las instituciones, a menudo contribuyen a encumbrar a esos líderes en primer lugar.

Esto puede ser una fuente de apoyo para un líder dispuesto a desechar la historia oficial y sustituirla por algo más cercano a lo que sus partidarios quieren oír. Y da a esos líderes otro incentivo: justificar la toma de poder como algo esencial para derrotar a los enemigos externos o internos.

Por ejemplo, Viktor Orbán, el primer ministro húngaro, hizo una revisión de la historia de Hungría para convertirla en una víctima inocente de los nazis y los comunistas, que logró salvarse gracias a su guía patriótica. De este modo, defiende el escepticismo hacia la inmigración como la continuación de una gran batalla nacional, que también le exige suprimir a los rivales, a los críticos y a las instituciones independientes.

Elegir el olvido


Para los líderes oportunistas, los momentos más feos de la historia de un país no son un problema a resolver; son un regalo. Una verdad incómoda que los ciudadanos prefieren olvidar o, mejor aún, sustituir, les da una oportunidad para imponer su propia narrativa.

Las redes sociales, considerados al principio una fuerza de liberación, tal vez contribuyan a ese proceso, ya que les permiten a los ciudadanos eludir los medios de comunicación tradicionales en favor de una versión de la verdad de origen colectivo que apele más a sus emociones.


El aumento del nacionalismo también ha contribuido, con el aumento del apetito por las historias que retratan al propio país como justo y puro.

El gobierno nacionalista de Polonia aprobó en 2018 una ley que convertía en delito insinuar que Polonia tenía alguna responsabilidad por las atrocidades nazis en su territorio. La ley se enmarca no en la supresión de los recuerdos, sino en la protección de una identidad de heroísmo nacional intachable cuya exactitud es casi irrelevante.

La polarización social ha profundizado aún más esos apetitos. A medida que un mayor número de personas sienten que su grupo interno está enzarzado en una batalla por el dominio racial o partidista, se vuelven más receptivas a las versiones de la historia que dicen que deberían prevalecer y lo harán.


Estas revisiones, explica Little, a menudo se parecen más a un replanteamiento de la historia que a una reescritura de la misma.

En los Países Bajos, por ejemplo, el ascenso de la extrema derecha holandesa ha consistido en reposicionar la historia holandesa como un gran conflicto entre el cristianismo y el islam. Aunque pocos historiadores aceptarían esta representación, ha sido un factor de crecimiento de esos partidos.

Incluso el partido gobernante de China, con todo su poder para fabricar hechos, pone cada vez más énfasis en cuestiones de interpretación — ya que hace alarde del heroísmo ininterrumpido de sus líderes— con un efecto real. Tan solo en 2019, los museos y monumentos “rojos”, que engrandecen la historia del Partido Comunista, recibieron 1400 millones de visitas, lo que los convierte en uno de los destinos más populares del mundo.

A pesar de todas las advertencias de escritores del siglo XX como George Orwell de que la historia sería eliminada por la fuerza, la amenaza más grave puede ser que la gente, al ofrecérsele una opción, le dé la espalda por voluntad propia.

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