La pandemia de COVID-19 ha sido una prolongada batalla entre un virus que marcará a una generación y los científicos que trabajan a un ritmo vertiginoso para combatirlo. Tras el desarrollo de la primera generación de vacunas contra la COVID-19, notablemente efectivas, el virus dio su respuesta: han surgido más variantes infecciosas, capaces de infectar a personas vacunadas o que ya se habían contagiado antes. No se trata de un fracaso de las vacunas, que siguen protegiendo a millones de personas de las consecuencias más catastróficas del virus. Sin embargo, la ciencia debería estar preparada para hacer sus próximos movimientos.

Inicialmente, las personas a las que se les administraron las vacunas de ARNm de Pfizer o Moderna eran alrededor del 95 por ciento menos propensas a contraer la COVID-19 que aquellas sin inmunidad previa. La protección frente a la enfermedad grave era muy sólida. En los países con una alta aceptación de la vacuna, los casos de coronavirus, las hospitalizaciones y las tasas de mortalidad se desplomaron.

Dadas estas eficaces herramientas, parecía que íbamos a dejar pronto atrás lo peor de la pandemia. Y probablemente así ha sido. A pesar de la sorprendente proporción de Estados Unidos que se contagió durante la ola de ómicron del pasado invierno, hubo menos muertes por COVID-19, o no muchas más que en olas anteriores con una tasa muy inferior de contagios. Era mucho menos probable que estas muertes se produjeran entre quienes estaban vacunados, en comparación con quienes no lo estaban. Más allá de las vacunas, se han desarrollado medicamentos antivirales que benefician sobre todo a las personas no vacunadas o inmunodeprimidas. Ahora hay muchas herramientas nuevas que hacen de la COVID-19 una amenaza menor que en 2020.

Mi grupo de investigación estudia el mantenimiento de la inmunidad, y hemos aprendido que los detalles importan. Para arreglar los desperfectos en el blindaje de la inmunidad, los científicos necesitan entender qué sigue funcionando, qué pasos en falso se han dado y por qué.

Tras la vacunación o la recuperación de una infección, el sistema inmune nos deja varias capas de defensa para contrarrestar cualquier futuro contacto con el virus. Uno de los componentes de la inmunidad duradera lo forman las células de memoria que patrullan el cuerpo en busca de cualquier señal del virus. Si encuentran dicho indicio, las células T de memoria pueden matar a las células infectadas, mientras que las células B de memoria producen rápidamente anticuerpos, que son proteínas que pueden adherirse a los virus e impedirles infectar más células.

Las células de memoria tenían suficiente tiempo para buscar y neutralizar el virus antes de que una infección por coronavirus provocara síntomas detectables. Sin embargo, al surgir variantes como delta y ómicron, con una alta velocidad de reproducción, el margen de tiempo hasta que una persona desarrolla los síntomas ha disminuido, lo que le dificulta eliminar la infección antes de sentirse enferma. Las células de memoria aún suelen atrapar el virus antes de que se extienda en los pulmones y provoque una enfermedad grave, pero uno se puede sentir muy mal entretanto.

Las vacunas contra la COVID-19 se comportan de forma muy distinta unas de otras en lo que respecta a cuántas células plasmáticas se crean y cuánto tiempo viven. Esto se puede calcular aproximadamente midiendo las concentraciones de anticuerpos en sangre a lo largo del tiempo. Las vacunas de ARNm, tanto de Moderna como de Pfizer, producen unos niveles iniciales muy altos de anticuerpos protectores. Estos anticuerpos disminuyen precipitadamente durante un periodo de entre 6 y 9 meses antes de estabilizarse en el 10-20 por ciento de sus niveles máximos. Como los niveles máximos de las células plasmáticas y los anticuerpos son muy altos tras la vacunación con ARNm, es probable que una disminución del 90 por ciento hubiese seguido brindando una fuerte protección frente al contagio sintomático, de no haber evolucionado otras variantes del virus.

En cambio, la vacuna monodosis de Johnson & Johnson induce menos células plasmáticas y anticuerpos al principio, y su efectividad contra la COVID-19 es menor que la de las vacunas de ARNm. La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés), comprensiblemente, ha restringido su uso por el riesgo de formación de coágulos sanguíneos, un efecto secundario poco frecuente, pero grave. No obstante, la vacuna de Johnson & Johnson mantiene, e incluso podría aumentar poco a poco con el tiempo, los anticuerpos protectores. En un mundo ideal, las personas obtendrían unos altos niveles de protección con las vacunas de ARNm, y después los mantendrían, como se ha visto, con una vacuna monodosis, como la de Johnson & Johnson.

Entonces, dadas estas circunstancias, ¿qué cosas viables se pueden hacer para alargar la duración de la inmunidad? Hay varias posibilidades, que van desde las opciones de las que disponemos ahora a las que preveo que surgirán en los próximos años.

En primer lugar, están las dosis de refuerzo. Puesto que el nivel de anticuerpos se mantiene alto cuando se administra la vacuna de Johnson & Johnson como refuerzo tras la vacunación con ARNm, merece la pena considerar si hay formas de resucitar esta vacuna sin riesgos para las dosis de refuerzo, quizá definiendo mejor los grupos susceptibles de experimentar el efecto secundario de la formación de coágulos sanguíneos.

Las vacunas administradas por vía nasal u oral posicionan las células de memoria y los anticuerpos cerca del lugar de la infección, y proporcionan posibles maneras de impedir la manifestación de los síntomas, y tal vez la infección, en general. Algunos de estos tipos de vacunas se están sometiendo ahora a los ensayos clínicos y podrían estar disponibles pronto.

Hay grupos de investigadores que también están investigando vacunas monodosis para adultos que pudieran funcionar contra todas las versiones del nuevo coronavirus. Estas vacunas a prueba de variantes, como se pretende, dificultan al virus aventajar al sistema inmune. También han dado resultados muy prometedores en los experimentos con animales. Algunos están entrando en la fase de los ensayos clínicos y podrían estar disponibles en los próximos años.


Estos tipos de vacunas podrían procurarnos una protección duradera frente a contagios y enfermedades. Cuando se combinan, crece nuestro arsenal terapéutico para combatir la COVID-19. No acaba aquí la partida de ajedrez. Vamos a mover nuestras piezas muy pronto.

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